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Gonzalo Urquijo: trenes, sueños y tractores



Muchos dicen que el tren pasa sólo una vez en la vida. Que las oportunidades se presentan ante nosotros, y no tomarlas implica desestimarlas sin posibilidad alguna de retractarse. Pero podríamos decir que mi caso no es ese. Ese tren pasó delante mío al menos en tres ocasiones, y si se quedan hasta el final puede que comprendan por qué.



Por Gonzalo Urquijo

Editado por Julián Malek

Para empezar, no podría haber llegado ni a la estación si seguía la filosofía familiar. Mis padres eran personas de campo, con nulo contacto con el fútbol. El ocio para ellos deambulaba por otros menesteres, pero el mío apuntaba a la pelota. Esa con la que se me puede ver en viejas fotos, cuando tenía cerca de seis años. Esa con la que me despertaba, y también con la que me iba a dormir. Jugué en soledad primero, y con mis vecinos después. Eran otros tiempos, con menos Play Station y más potrero. Los picaditos que en ellos se armaban casi que podían disimular la falta de un club con fútbol en Bellocq.

Ah, no les hablé de Bellocq. Es donde nací, mi lugar en el mundo. A 45 kilómetros de Carlos Casares pueden encontrar a unos 600 de nosotros. Si bien hay dos entidades que al día de hoy tienen al fútbol como una de sus actividades, en mi infancia eran para la gente del campo. Jugaban a las bochas, y esas cosas. De todos modos, no me quejo. Puede que, de ser diferente, nada de lo posterior hubiese ocurrido.

Fue en “Club Atlético Picaditos después de la escuela” que un amigo me sugirió jugar con él en Huracán de Carlos Casares, cuando tenía ocho años. A esa corta edad yo viajaba los viernes en micro hasta la cabecera del partido, donde me recibía el entrenador y me quedaba a dormir en su casa; el sábado jugábamos y por la noche de ese mismo día, o por la mañana del domingo, me volvía en un remís a mi casa. Mi vida era un ida y vuelta constante entre las dos localidades, incluso cuando a los 14 pasé a Atlético Casares. Pocas cosas cambiaron en aquel momento: mi hospedaje transitorio eran los hogares de tíos o amigos, y las vueltas a Bellocq eran a dedo. Todo valía el esfuerzo: ya estaba en la Primera.

Dos años después pasó el primer tren. Había salido goleador en los últimos torneos y me consiguieron una prueba en Boca. Estuve una semana en la pensión, y en los entrenamientos me iba bien, metía varios goles. Pero extrañaba. Extrañaba mucho a la familia, a mis amigos. Cuando terminó esa evaluación el técnico me ofreció quedarme, que volviese a mi pueblo y meditase si quería tomar aquella propuesta. Después de 15 años, aún tengo en el debe visitar Casa Amarilla para declinar la oferta. Mejor tarde que nunca.


En pleno proceso creativo.

El segundo tren llegó un tiempo después, pero el proceso fue el mismo. Gimnasia y Esgrima La Plata posó sus ojos en mi, pero los míos sólo apuntaban a mis pagos. La ciudad de las diagonales y Bellocq están en la misma provincia, pero aún así casa estaba muy lejos. Demasiado para mi gusto.

Sin embargo, la capital bonaerense me vio volver años más tarde. Mamá entendía que mi pasión era el fútbol, pero quería que estudie. Una montaña de libros sobre materias ligadas a la educación física y los partidos en la Liga Casarense resumían bien mi vida por aquel entonces. Hasta que pasó mi último tren.

Yo no entendía nada. Un tal Bernardo Grobocopatel, de quien el apellido me sonaba pero jamás había visto, quería hacer un club con el que tenía proyectado jugar en la B Nacional dentro de siete temporadas. Pensé que estaba loco, que eran mis amigos haciéndome una joda, pero accedí a una charla de café.

Agropecuario no nació en cuna de oro, quiero que lo sepan. Nuestro lugar de entrenamiento se alternaba entre el Parque San Esteban y el predio de atletismo del CEF. Incluso el Ofelia Rozensuaig no existía al principio, por lo que hacíamos de local en Boca de Carlos Casares en los primeros torneos. Eso sí, conforme pasaban las temporadas, más cosas nuevas veías. Era ir a entrenar y toparte con instalaciones recién inauguradas. La apuesta era grande, y debíamos responder en consecuencia.

Al año llegó la invitación para el Argentino B, un torneo durísimo de verdad. Eramos 120 equipos peleando por apenas tres o cuatro ascensos. Imagínense una bandada de aves, desde pichones hasta halcones, a las que se pone a disposición solo un puñado de comida. Algo parecido era la liga. Había pichones y había halcones, pero el recorrido era símil para todos.


Yo soy el del medio, en Atlético Casares.

La forma en que salimos de ahí, hace cuatro años, fue digno de un cuento. Por una reestructuración fuimos cerca de 60 clubes esa ocasión, aunque con solo dos ascensos en juego. Después de una fase de grupos brillante y duelos eliminatorios para el infarto, llegamos a la final con Desamparados. Todavía me acuerdo esos dos goles en San Juan. Cada uno fue una puñalada a la ilusión. Un halcón se llevaba la comida, justo frente a nosotros.

Pero llegó el RCP (Reanimación cardiopulmonar) a nuestras esperanzas. El descenso de un indirectamente afiliado en la B Nacional derivó en la apertura de un tercer ascenso en el Federal B. Dos partidos a todo o nada con San Martín de Formosa, primero allá y después acá. Jamás voy a olvidar esos tres días más que agitados, el apoyo de la gente en Casares, la presión de no perder en el norte. La alegría, el fervor y la enorme movilización, cuando la suerte nos sonrió en los penales.

Jugar un Federal A era distinto a todo lo que vivimos. Era codearse con equipos históricos del fútbol nacional. Gimnasia y Esgrima de Mendoza, Gimnasia y Tiro de Salta. En lo personal, me impactaba pensar en que iba a jugar contra Alvarado en el José María Minella. Ese estadio que veía de chico, durante los torneos de verano. La piel se me eriza al recordar esa sensación, esas imágenes del pasado y el presente que ahora se superponían.

Si ascendimos entrando por la ventana, créanme que las etapas de ese torneo las pasamos por un ventiluz. ¿La primera fase? Nos salvó un empate de Ferro de Pico. ¿La segunda? Clasificamos al Pentagonal Final como mejor tercero. El grupo estaba bien, todos tirábamos para adelante. Pero faltaba algo, no sabíamos qué era. De igual forma, no importó. Ganamos tres de los cuatro duelos, quedando libres la última fecha.


Mi último gol en el Federal A, en el último partido en el Federal A (Foto: Orsai Casares)

Aún me acuerdo de ese día. Antes del mediodía todo el grupo ya estaba reunido en una casa, con asado de por medio. Cuando el reloj marcó las 12, prendimos la televisión y vimos atentos el partido de Gimnasia y Tiro contra Gimnasia de Mendoza. Los pondré en contexto: necesitábamos que los últimos del Pentagonal, que alineó muchos suplentes, no perdiera contra uno de los mejores equipos del torneo. Todos daban por sentada la victoria de los cuyanos; incluso ya se había dicho que el desempate contra nosotros sería en Córdoba. Mucha especulación para un increíble desenlace.

Tres días estuve sin voz, y no sé por cuál de todas las cosas de aquella tarde. El gol de los salteños, el pitido final que se traducía en nuestro ascenso, la caravana hasta la cancha, otra hasta el centro de la ciudad. Nunca vi tanta gente en las calles de Casares como aquella vez, jamás en toda mi vida.

Una imagen quedó grabada en mi cabeza. Aquel tractor rojo y verde al que decidí subirme, que pertenecía al hermano de un vecino que los coleccionaba. Por encima de todas las cabezas me acordé de mil y un cosas. Principalmente de mis padres, que no pudieron estar por trabajo (cierto, no les conté… ¡Se hicieron mega futboleros! Mi padre hasta me marcaba errores…). Pero también rememoré aquella pelota de mi niñez; el potrero; ese micro que iba y venía de Casares a Bellocq los viernes.

También recordé los trenes que dejé pasar. Sin embargo, me aferré fuerte a ese tractor, sin arrepentimientos. Después de todo, simbolizaba el vagón al que decidí subirme mucho tiempo atrás.

Fuente: Interior Futbolero